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“En mi mundo, la piel es tecnológica, amorfa, blindada”, dice Stuart Robertson. “La negrura es resonante, lustrosa, flexible e indestructible”. Autorretrato del artista presenta un fragmento de un hombre—la mitad de la cara y la parte superior del torso— reluciente y monumental. La barba negra delinea la quijada y una argollita dorada le adorna una oreja. Aunque la figura está recortada hasta quedar irreconocible, el título de la obra ofrece una pista.
Alternando láminas de aluminio planas y repu- jadas, Robertson logra un efecto hipnótico, una tensión dramática entre lo que nos revela y lo que nos esconde. Al negarse a mostrarnos su cara o figura completamente, desafía la noción típica del retrato y bloquea la objetivación del cuerpo masculino negro, tan sexualizado en la cultura visual. A la vez, Robertson produce una imagen resplandeciente e irreprimible de ese cuerpo, inspirada en la estética de la cultura del dancehall en Jamaica.